domingo, 22 de enero de 2012

Mi abuela


Cuenta mi madre que cuando era pequeña faltaba alimento, faltaba ropa, faltaba de todo menos fatigas y penas.
En el pueblo, no obstante siempre había algo, gracias al trocito de tierra que cultivaba mi abuelo y que permitía sembrar hortalizas, patatas... salvo cuando el tiempo era muy malo y el frío hacía que todo se perdiera. Solían tener una cabra al menos para la leche y cuando la primavera, siempre generosa, hacía florecer los campos salían a rebuscar hierbas con las que hacer extraños guisos para calmar el hambre. De ahí que no le gusten nada las tortillas de collejas por ejemplo.
La necesidad era mucha y los recursos tan pocos para una familia numerosa que el día a día se hacía complicado.
Ella era una niña delicada, no le gustaba casi nada y mi abuela tenía que hacer lo imposible para que comiera cada día. También será por eso que siempre ha sido espléndida a la hora de poner la mesa y nunca nos ha obligado a comer nada que realmente no nos gustara.
Era la pequeña de seis hermanos con una diferencia de dieciocho años entre el mayor y ella. Tuvo que dejar el colegio con doce años porque en esa época y en el pueblo lo único que hacían era cantar el cara al sol, rezar y limpiar la casa de la maestra cuando esta lo ordenaba. Pero esa es otra historia.
Mi abuela era una mujer muy buena, generosa, con esa generosidad que vale, porque dar lo que te sobra, en realidad, no puede ser denominado generoso.
Cuando llegaba el día de Reyes, Melchor le dejaba un mantecado y con suerte una muñeca de trapo hecha con retales y con todo se sentía feliz, porque había niñas que ni eso tenían.
Tenía dos vestidos. Ni uno más, ni uno menos. Dos. Cuando era invierno, esos días de lluvia interminables, donde todo estaba húmedo y la ropa no se secaba, se tenía que quedar en la cama hasta que el vestido se secaba si es que ensuciaba los dos muy seguido.
Un día crudo, de mucho frío llamó a su puerta una mujer. Llevaba de la mano a una niña de la edad de mi madre, medio desnuda, aterida de frío. La señora pidió a mi abuela algo para cubrirla, lo que fuera. Como era del mismo cuerpo que mi madre, sin pensarlo dos veces cogió uno de los vestidos y se lo dio. “Ya te haré a ti otro en cuanto pueda”.
Yo no se qué habríamos hecho nosotros en su caso. Sí se lo que hizo ella porque mi madre lo cuenta con lágrimas en los ojos.
Mi abuela murió con 88 años cuando yo tenía cuatro. La recuerdo, menuda, de negro, con un moño blanco en la nuca, como todas las abuelas de la época. Mi madre dice que siempre tuvo ese aspecto, porque antes, las mujeres eran viejas desde muy temprana edad. Mi abuelo murió joven, enfermo, cansado de trabajar, como tantos otros en ese tiempo.
Mi abuela vivió muchos años más, con la fortaleza de las mujeres luchadoras, con una sonrisa siempre y algo en las manos para ofrecer al que lo necesitara.
El día de su muerte, a pesar de mi corta edad, se me quedó la imagen de mi madre abrazada a su cuerpo menudo que yacía encima de su cama, vestida como siempre de negro y con un velo cubriéndole la cara. Yo no sentía esa pena profunda, porque con cuatro años la muerte es sólo un paso más en la vida, el último paso, lo que debe ser. Pero si me impresionó ver a mi madre pequeña otra vez, como hija, con el corazón roto por la pérdida de ese ser que le dio la vida tan generosamente como lo daba todo, incluso lo que no le sobraba.
 
Hoy me acordé de ella a propósito de esa foto que anda por Facebook del hombre que da sus sandalias al que va descalzo. Para ser generoso no hace falta tener muchas cosas, sólo la necesidad de compartir con el que tiene menos que tu.

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