jueves, 20 de diciembre de 2012
martes, 6 de noviembre de 2012
El Otoño de la Vida
La
vida es efímera. Pasa rápida, nos pilla distraídos la mitad del
tiempo.
Es
curioso como van avanzando los años y nosotros, mientras,
despistados, pensando en el mañana, sin darnos cuenta que el mañana
es hoy. Hoy es cuando hay que vivir, porque ayer ya pasó y mañana
no existe.
Llegas
a viejo, si no pierdes el aliento antes de alguna forma absurda. Hay
tantas formas de morir, como de mantenerse vivo. El secreto está en
el equilibrio. Si se pierde caes y hay veces, muchas, en las que la caída
es para el lado equivocado.
Trabajar
con viejos es intenso. Si cuidas a un niño hay una rutina y si
cuidas a un viejo la rutina es muy parecida, pero al revés.
Los
viejos necesitan tranquilidad, rodearse de sus cosas, las antiguas
sobre todo.
Mis
viejos son adorables. Agradecen cada cosa que les hago, ponerles
gotas en los ojos o ayudarles a calzarse; buscar el bastón olvidado
en un rincón de la casa, recordarles la cita del médico, o
prepararles algo rico para comer. Aún cuando dicen no tener hambre
dejan el plato limpio. Son agradecidos y eso, para mí, forma parte de
la recompensa.
Sólo
hay que dejar que hablen, que cuenten, que recuerden en voz alta.
Dejar que suelten muchas cosas que llevan dentro y que ya nadie les
quiere oír. Hablar de la guerra, para ella, es importante, porque
era una niña y eso, con los tiempos revueltos que vivimos de nuevo,
está volviendo a su mente cuando lo creía ya olvidado. Pero los
hijos no quieren que les cuenten penas antiguas. Así que poco a
poco, me las va contando a mi. Yo aprendo de ella y ella me mira con
ojos complacidos al sentirse escuchada y comprendida.
A
mi viejo le gusta recordar cuando era joven. Cuando va a la calle a
dar su paseo y le digo que está guapo sonríe pícaro y recuerda
cómo de guapo era en su juventud, que iba firmando autógrafos por
la calle, bromea. Entonces si que era un hombretón y ahora piensa
que no queda nada de lo que hubo.
Han
vivido una vida, amado, criado hijos, trabajado duro para darles
carrera. Han tenido buenas épocas, donde salían a cenar, con
amigos, cuando eran amantes y dormían en la misma cama. Eso ya pasó,
todo eso dejó de ser hace no sé cuanto tiempo. Pero ella, siente
nostalgia de aquellos días en que eran autónomos y los fuertes de
la familia. Cuando los hijos se apoyaban en ellos y pedían ayuda y
consejo. Ya no. Ya son ellos los que están necesitados de todo lo
que no se compra. Necesitan amor, cariño, comprensión; ser
escuchados. Que no les recriminen sus manías.
Ella
quiere quemar las fotos de sus antepasados, sus familiares y amigos
que ya no están, que ya no existen. Quiere romperlas, para que sus
hijos no las tiren luego sin saber quienes están ahí reflejados.
Él
busca sin descanso cada día, cuando ella duerme, por los cajones, en
los armarios. Lo revuelve todo buscando no sé qué cosa. Encuentra
retratos de su madre, la ve la más guapa de las mujeres y recuerda
cuando era joven y luchadora. Ya hace años que le tocó enterrarla,
justo el día de los Santos y ahora, de nuevo, la añora con
demasiada melancolía.
La
vida se le escapa, se le agota, cada día un poco más. Ella tiene la
cabeza fría aún y mientras hacemos la lista de la compra me comenta
que ha ido a ver un jersey negro, que no tiene ninguno y que lo
necesitará para el entierro. Porque parece ser que él morirá
antes, está peor. Y ella quiere estar preparada. Lo dice así,
tranquila. No quiere que le hagan más pruebas en el hospital. Para
qué. Que lo dejen tranquilo, con su comida, su cama bien limpia, sus
cosas. Que vengan los hijos a visitarlo y que le den compañía. Que
le echen una mano a ella, que está agotada de andar pendiente todo
el día de sus necesidades. Las mujeres, que no nos podemos poner
viejas.
Cada
día que voy a trabajar es una lección de vida. Porque hay que estar
preparado para la vida y también para la muerte. Morir es algo
natural, cuando se muere de viejo. Estoy aprendiendo que hay que ser
generoso con el final de quienes amamos. Proporcionarles la paz que
necesitan, el calor humano que reclaman, leer entre líneas cuando
nos hablan, ser sus manos y sus ojos cuando estas les fallen. Al
igual que los niños, no sólo necesitan comer y dormir, también que
les llegue cuanto los queremos, cuanto los admiramos y como de
agradecidos estamos por todo lo que nos han enseñado y regalado.
Me
gustan “mis viejos”. Me gusta la vida y todo lo que en ella se
puede aprender cada día.
viernes, 7 de septiembre de 2012
"De mi corazón a mis asuntos..."
Hay dos tipos de personas que me fascinan: las que escriben y las que componen. Las gentes que con su pluma conmueven las almas de quienes los leen y que con sus letras hacen llorar, reír, sentir, respirar y suspirar. Quienes con sus voces, sus guitarras o violines, pianos, tambores o arpas, calman sin sabores y despiertan las ganas de vivir.
Esas personas que con lo que sienten hacen sentir a los demás. Saber describir un ocaso o un amanecer, sin que los ojos necesiten verlo, poder percibir el olor del mar aún estando lejos, no saber si es invierno o verano afuera si dentro estás inmerso en la lectura de un libro que te atrapa, que lees como si la historia fuese tuya. O añorar el otoño cuando escuchas a Vivaldi, aunque sea primavera.
Qué admiración me inspira aquella persona que con un lápiz y un pentagrama crea esa magia que ayuda a sobrellevar el día a día con una sonrisa a pesar de los pesares. Sonidos imposibles, notas enlazadas entre si para hacerte pensar que vives en otra parte, que eres protagonista de una vida distinta. Te ayudan a soñar y a creer que otro mundo es posible. Tal vez ellos no lo saben, quizá para esas gentes es algo cotidiano, que los acompaña desde siempre. A lo mejor no tienen idea, no son conscientes de lo que sus obras influyen en los demás, de lo felices que pueden llegar a hacer a quien lleva una vida anodina y rutinaria. Quizá ellos mismos se sientan igual de aburridos, quien sabe lo que pasa por la mente de otras personas.
La inminente llegada del Otoño me seduce siempre. Estoy ansiosa porque la noche llegue antes, necesitada de lluvia, de olor a mojado, de aire limpio y fresco, de café en la merienda y de taparme para dormir. Acurrucarme y que el negro de la noche haga que me entregue a un sueño tranquilo, que repare las heridas que el día me cause y haga que me levante otra vez nueva y lista para un nuevo día.
El verano no me gusta, apenas me gustaba antes y cada año que pasa sobre mi me gusta menos. No me gusta el calor sofocante, ni los días interminables, ni las noches de insomnio, ni el sudor que me empapa, ni la ducha que no refresca. No me gusta el desorden, quien lo diría, que el estío provoca en nuestras vidas, ni las vacaciones forzadas, ni la alegría simulada de que todo es fantástico porque es verano.
Me gustan los días cortos y el frío intenso, los jerséis de cuello vuelto y los edredones de plumas, los pijamas calentitos para estar en casa arropada en la mesa camilla y los libros bajo la lamparita. Sin tele, sin canción del verano, con Mozart a lo lejos y el olor a palomitas con miel.
Eso es lo que añoro y me gusta. Por suerte, siempre, tras el verano llega el otoño...
martes, 19 de junio de 2012
La ciudad dormida...
La ciudad dormida de los poetas muertos,
transita lenta y melancólica por los senderos del tiempo.
El esplendor de antaño, apagado, víctima del miedo,
escondido en lo más profundo, yerto.
La ciudad del sentimiento, herida siempre,
olvidada y consternada... Aún queda gente que te ama,
porque siempre serás la cuna del que te cantó,
con versos libres, desde el fondo de su alma.
maría
domingo, 10 de junio de 2012
Qué
silencio tan extraño, como dice mi amada y querida amiga Elisa. ¿Qué
nos queda en esta vida en la que nos están despojando de toda
esperanza para avanzar?. ¿Qué teníamos que no nos hayan quitado,
intervenido?. Hasta la ilusión.
Primero hipotecamos nuestras vidas ansiando vivir de una manera tan
vacía. Y ahora que ya no queda nada, que ni casa, ni trabajo, ahora
nos damos cuenta de lo equivocados que hemos estado. Vivir para tener
es el mayor error que una persona puede cometer en su vida. Vivir
para ser, ese es el camino, esa era la bifurcación que deberíamos
haber tomado en el trayecto. Ser inteligentes, ser amables, ser
generosos, ser amantes, ser como los animales de la selva, comer para
vivir y vivir para sentir; criar a los hijos como buenas madres y
como buenos padres, disfrutar de su niñez, alimentarlos con el pecho
que da la vida, abrazarlos y arroparlos, calmar sus miedos, curar sus
enfermedades, con cariño y paciencia.
Se
nos pasa la vida anhelando tesoros imposibles, adorando al dios del
dinero, para tener dos casas, dos coches, dos cuentas corrientes. En
definitiva para tener y tener y nos olvidamos del ser.
Porque
yo quiero que mis hijos sean buenas personas, que sepan valorar lo
que no se compra, que disfruten del sol, que no por estar ahí cada
día vale menos. De la luna, que no por salir a lucirse cada noche
tiene menos importancia. Del bosque, del mar, de la naturaleza que no
para de darnos pistas de como vivir y casi nunca la escuchamos.
¿Qué
nos queda? La fe en nosotros mismos, la capacidad de reinventarnos,
de resurgir como el ave fénix de nuestras propias cenizas. Se lo
debemos a los que murieron por la libertad, a los que fueron
asesinados por querer ser libres, por amar la vida; a esos que
pelearon por lo derechos que hoy día, entre todos, nos hemos
encargado de patear y pisotear una vez más. Se lo debemos a nuestros
hijos, que tal vez aún no puedan hacer oír sus voces pero que con
sus miradas nos suplican que el miedo no nos haga arruinar el mundo
que les va a quedar por herencia a ellos. Nos lo debemos a nosotros
mismos. Porque vivir con la mirada agachada nos oprime el alma,
porque tragar y tragar nos hace ahogarnos en nuestra propia vergüenza
y en una cobardía que no nos pega, que no nos deja avanzar. Vivir
para soñar y hacer esos sueños realidad. Eso es lo que tenemos que
hacer, esa es nuestra obligación, nuestra tarea para hoy, mañana, y
hasta el día que se nos oiga y se nos tenga en cuenta. No queremos
más mentiras, no queremos más engaños y no queremos en el poder a
ladrones hijos de satanás que roban el pan de nuestras familias y
nos quitan el derecho a sentirnos dignos.
Qué
triste me siento desde hace tiempo, pero lo que quiero es cambiar esa
tristeza por rabia. Que la tristeza me paraliza y yo lo que quiero es
luchar por lo que es digno y por lo que es nuestro.
maría
lunes, 20 de febrero de 2012
Riqueza
Me
pasa una cosa muy curiosa. Cuanto menos tengo, más rica me siento.
Porque cada peldaño que he bajado me ha servido para asentar más
los pies en la suelo. Tal vez cuando camine descalza y sienta la
energía de la tierra subiendo por mis piernas, inundando mi cuerpo
sea yo misma de verdad, sin adornos, sin afeites. Me siento como un
folio blanco donde poder escribir versos, hermosas historias,
canciones de amor, el teatro de la vida. Me siento como un lienzo
blanco, donde poder dibujar con pinceladas suaves un maravilloso
paisaje de mar, o la colina majestuosa de la Alhambra. Siento que mi
alma es una esponja, impaciente por empapar tantas cosas que querría
aprender, experiencias no vividas que los demás me cuentan y que yo
quiero disfrutar, aunque soy consciente de que no puedo recuperar el
tiempo perdido, precisamente por eso quiero no perder más ni un
minuto en no vivir.
Pensé
que nuca más podría tener amigos, y me equivoqué, sólo tengo que
buscar en otros lares, en otras plazas, porque siempre hay gente
dispuesta a compartir, necesitada de dar calor y de recibir sonrisas.
Estoy contenta, porque cuanto menos necesito más llena me siento.
Dijo
Violeta Parra: Gracias a la vida, que me ha dado tanto... Sólo hay
que observar lo que nos rodea y descubrir todo lo bueno. Aprender de
las malas experiencias es una virtud que cada día cultivo mejor y
que cada día me da mejores frutos. La vida es una gran escuela donde
todos podemos ser alumnos y maestros. Sólo hay que ser generosos
para regalar lo que sabemos y humildes para aprender lo que
ignoramos. Es un trueque muy sencillo, al alcance de todos. Sólo hay
que tomar asiento al lado de quien nos puede enseñar, abrir muy bien
los ojos y aguzar el oído. Siempre, siempre aprenderemos algo nuevo
y maravilloso.
domingo, 22 de enero de 2012
Mi abuela
Cuenta mi madre que cuando era pequeña faltaba alimento, faltaba ropa, faltaba de todo menos fatigas y penas.
En el pueblo, no obstante siempre había algo, gracias al trocito de tierra que cultivaba mi abuelo y que permitía sembrar hortalizas, patatas... salvo cuando el tiempo era muy malo y el frío hacía que todo se perdiera. Solían tener una cabra al menos para la leche y cuando la primavera, siempre generosa, hacía florecer los campos salían a rebuscar hierbas con las que hacer extraños guisos para calmar el hambre. De ahí que no le gusten nada las tortillas de collejas por ejemplo.
La necesidad era mucha y los recursos tan pocos para una familia numerosa que el día a día se hacía complicado.
Ella era una niña delicada, no le gustaba casi nada y mi abuela tenía que hacer lo imposible para que comiera cada día. También será por eso que siempre ha sido espléndida a la hora de poner la mesa y nunca nos ha obligado a comer nada que realmente no nos gustara.
Era la pequeña de seis hermanos con una diferencia de dieciocho años entre el mayor y ella. Tuvo que dejar el colegio con doce años porque en esa época y en el pueblo lo único que hacían era cantar el cara al sol, rezar y limpiar la casa de la maestra cuando esta lo ordenaba. Pero esa es otra historia.
Mi abuela era una mujer muy buena, generosa, con esa generosidad que vale, porque dar lo que te sobra, en realidad, no puede ser denominado generoso.
Cuando llegaba el día de Reyes, Melchor le dejaba un mantecado y con suerte una muñeca de trapo hecha con retales y con todo se sentía feliz, porque había niñas que ni eso tenían.
Tenía dos vestidos. Ni uno más, ni uno menos. Dos. Cuando era invierno, esos días de lluvia interminables, donde todo estaba húmedo y la ropa no se secaba, se tenía que quedar en la cama hasta que el vestido se secaba si es que ensuciaba los dos muy seguido.
Un día crudo, de mucho frío llamó a su puerta una mujer. Llevaba de la mano a una niña de la edad de mi madre, medio desnuda, aterida de frío. La señora pidió a mi abuela algo para cubrirla, lo que fuera. Como era del mismo cuerpo que mi madre, sin pensarlo dos veces cogió uno de los vestidos y se lo dio. “Ya te haré a ti otro en cuanto pueda”.
Yo no se qué habríamos hecho nosotros en su caso. Sí se lo que hizo ella porque mi madre lo cuenta con lágrimas en los ojos.
Mi abuela murió con 88 años cuando yo tenía cuatro. La recuerdo, menuda, de negro, con un moño blanco en la nuca, como todas las abuelas de la época. Mi madre dice que siempre tuvo ese aspecto, porque antes, las mujeres eran viejas desde muy temprana edad. Mi abuelo murió joven, enfermo, cansado de trabajar, como tantos otros en ese tiempo.
Mi abuela vivió muchos años más, con la fortaleza de las mujeres luchadoras, con una sonrisa siempre y algo en las manos para ofrecer al que lo necesitara.
El día de su muerte, a pesar de mi corta edad, se me quedó la imagen de mi madre abrazada a su cuerpo menudo que yacía encima de su cama, vestida como siempre de negro y con un velo cubriéndole la cara. Yo no sentía esa pena profunda, porque con cuatro años la muerte es sólo un paso más en la vida, el último paso, lo que debe ser. Pero si me impresionó ver a mi madre pequeña otra vez, como hija, con el corazón roto por la pérdida de ese ser que le dio la vida tan generosamente como lo daba todo, incluso lo que no le sobraba.
Hoy me acordé de ella a propósito de esa foto que anda por Facebook del hombre que da sus sandalias al que va descalzo. Para ser generoso no hace falta tener muchas cosas, sólo la necesidad de compartir con el que tiene menos que tu.
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