jueves, 20 de diciembre de 2012

Dulce Navidad

La Navidad es un cuento para niños. Un cuento que se relata año tras año, siempre en la misma fecha. Aquí debe hacer frío, nevar sería un regalo, aunque a veces el tiempo traiciona y hace sol y templanza.
La Navidad es una fiesta que habría que inventar si no la hubieran inventado hace no se cuantos siglos, porque las personas necesitamos, de pronto, creer en algo, fingir que somos felices y que todo es posible; como un milagro por encargo.
La Navidad intenta relatar el nacimiento del Salvador, el Mesías, el Señor. A golpe de tambor, zambomba y pandereta llenamos las calles de cánticos añejos y machacones, con letras sin sentido, absurdas. Pero no importa, es Navidad y hay que cantar y alegrarse, por decreto.
La Navidad puede sacar lo mejor de nosotros mismos y también lo peor. Hay que comer, cenar, desayunar en familia, toda la familia, la propia y la política, porque sí, porque es lo que toca y porque lo manda la tradición.
¿Cómo te vas a quedar sola en Navidad? ¿Cómo vais a cenar solos la Noche Buena? Preguntan muchos hijos a sus padres ancianos cuando éstos se resisten a salir de la tranquilidad de sus casas.
Pues como cenamos el resto del año, hijo, solos.
Pocas cosas se deben imponer en la vida. Y la obligación de ser feliz cuando el cuerpo te pide estar triste debería de prohibirse.
Todos tenemos derecho a sentirnos como nos de la gana en cada momento de nuestra vida. Reír sin sentido cuando el pecho se nos llena de gozo por cualquier cosa. O llorar de pena cuando el corazón se siente aturdido, cansado, angustiado.
Navidad debería ser todo el año o dejar de existir. En nuestros corazones, digo. Para que cada cual se sienta triste o alegre cuando le venga en gana.
Forzar a celebrar cenas imposibles, comidas interminables, mientras en la tele ponen una y otra vez la imagen de los niños que mueren de hambre y desnutrición severa cada día, es un contrasentido. Parece que sólo existen en Navidad, al menos es cuando más los sacan en todo tipo de programas, para ablandar las conciencias adormecidas el resto del año, abotargadas por el consumismo voraz y estúpido que nos embarga a todos desde hace muchos años.
Anuncios de niños negros, llenos de mocos y con unos inmensos ojos de mirada profunda y vieja, tan vieja como el Hombre. Anuncios que se alternan con los de perfumes de precios desorbitados y de aromas tan similares que parecen sacados de la misma marmita. Metidos en frascos cada vez más rancios, prometiendo noches maravillosas y vidas espectaculares.
La Navidad son luces por las calles, cuyo brillo hace desaparecer por unos días la miseria de los que por ellas transitan. Este año hay algún adorno más. Gente pobre tirada en los rincones al abrigo de unos cartones, con perros de mirada triste dándoles calor y compartiendo un trozo de pan entre amos y perros.
Hacía años que no se veía esa estampa, otrora habitual, por las calles más céntricas de esta ciudad provinciana y cateta. Pero todo vuelve. También el hambre y la miseria.
Probablemente no guste lo que escribo, el instinto de supervivencia nos hace olvidar pronto lo que duele o molesta, para poner de nuevo los villancicos y cantar como descosidos.
Yo cenaré con mis padres un año más, porque son mayores y bastante han pasado en la vida como para filosofar sobre esto con ellos. Pero si llega el día en el que ellos no estén y yo siga en este mundo, creo que cambiaré mi forma de celebrar estas obligadas fiestas. Porque cada año se me atascan más los langostinos, el pavo, los turrones y demás manjares.
Tal vez, incluso, llegado el 24 os desee feliz Noche Buena y feliz Navidad. Porque si tenemos que ser felices, lo seremos.